Bar París en un barrio al sur

o "A la hora incierta en otoño"

Salir a caminar a la hora incierta, hora en que no se sabe si el sol sale o se pone, se oculta atrás de un árbol o se pierde hasta el día siguiente.
Entrar a un café: cualquiera, nuevo, amigable.
Elegir la única mesa libre que queda junto a la ventana (este lugar parece ser un sitio donde todos se conocen porque me miran de reojo ¿o me habré sentado en la mesa destinada para otro?).
Entrar a un café entonces y escuchar los mismos ruidos que me recuerda que es un lugar parecido a todos: la máquina de café, la televisión encendida, las risas, el murmullo, las cucharitas en las tasas, las sillas de madera contra el piso, la puerta, los pasos, el motor de la heladera.
Sacar un cuaderno de tapas negras de mi bolso. Escribir.
Ver, a través del vidrio pasar líneas de colectivo que nunca he de tomarme (felizmente). Quedarme un rato mirando las ramas de un arbolito apuntalado por recién plantado moverse, doblarse con el viento (¿apuntadalo por joven? ¿será que todos nosotros en la juventud necesitamos de un tutor que nos sostenga?).
Estoy en un bar de una esquina de un barrio que nunca me será propio pero que me retiene, que me abriga unas horas y me impulsa a volver.
Respirar hondo.
Tomar café.

Escribir en este cuaderno (por segunda vez) que quiero hacer mas seguido las cosas que me gustan e intentar esta vez cumplir mi promesa.

Incontable o Cinco minutos


Dos sombras rojizas escondidas en la sombra de una noche joven y amarillenta, abajo de la sombra azul de un árbol, entre las sombras violetas de las hojitas de una enredadera. El tiempo se detuvo ahí. Cinco minutos, dos, diez. Media hora. No importa, era la hora incontable de los besos.
Todo era una boca.
Después, si se puede hablar del después, reanudaron el tiempo, se corporizaron, salieron del escondite despegados, hicieron de cuenta que había sido un sueño.
La memoria contiene olvido siempre.