El señor de los libros


Nunca supe su nombre, creo que lo llamaban por el apellido, al menos mis padres.
Lo que sí recuerdo es que cuando el venía a “visitarnos” todos preparábamos la casa y nos vestíamos como “de domingo”, a mis hermanas y a mí nos tocaban vestiditos, zapatos y moños.
Era el señor de los libros. Vendedor. Pero para mí era un mago. Amable, muy alto, el pelo blanco en canas y las cejas negras, muy negras. Con voz suave y tono tranquilizador. Siempre contento.
Recuerdo particularmente un día, pero no lo recuerdo bien… creo que era sábado. Mi padre había terminado de hacer la biblioteca y ya estaba instalada, lustrosa y con espacio para albergar libros nuevos. Todo un acontecimiento. La biblioteca, mi padre, mi madre, mis hermanas, yo y el señor de los libros armábamos una ronda en el living. Todos sonreíamos y yo estaba nerviosa. Los pies no me llegaban al piso desde la silla en la cual estaba sentada y mis piernas danzaban.
“¿Quiere un vasito de agua?, tráele Laura una vaso de agua al señor de los libros mientras se termina el café” decía mi madre y mi hermana Lau amorosamente iba y volvía con el vaso.
Un bolso ocupaba el centro y ahí estaban los libros. Ese día fue el día en que mis padres nos regalaron un diccionario: El GRAN Larousse ilustrado, ¡faaaaa! Estábamos taaan contentas, pasábamos las páginas, mirábamos las fotos. El señor de los libros y mi papá hacían números.

Sus visitas eran especiales aunque breves y siempre volvía al próximo mes.

Nani

Naniiiiiiiiiiiiiiiiiii, me gritaba desde el fondo del ahora frondoso jardín donde antes solía estar su casa, Naniiiiiiiiiiiiiii, me gritaba con una aguda i final, el abuelo Roque los domingos de lluvia, y yo ya estaba preparada para correr por el pasillo que comunicaba casa con casa. Entonces corría evitando las gotas que se escurría por la chapa del techito del galpón para rescatar el plato de tortas fritas todavía calientes. Con la sonrisa más grande que podía soportar mi cara, luego de un prolongado beso, me volvía con la misma corrida del principio y un plato. Era un ritual de lluvia, me recuerdo en ojotas, sería un ritual de lluvia de verano, con todo lo que le permite a los niños el tiempo de vacaciones. Laura me esperaba con mates, entonces el ritual era completo, siempre a las cinco de la tarde. Siempre la lluvia era hermosa y a las cinco de la tarde por esos tiempos en que todos los días de lluvia eran domingos.

Hoy podría ser domingo perfectamente.

Esperáme acá

“Esperáme acá”. Bajó del auto, un 1500 verde hoja con dos líneas amarillas, y entró en la librería. Yo no sabía ciertamente qué iba a buscar mi padre. Esperé, con esa sensación extraña (que aún en determinadas ocasiones experimento) de temor a que pase mucho tiempo, ansiosa, nerviosa, callada. No tardó casi nada, estábamos apurados ya era la hora. Subió rápido al coche y en el mismo ademán me dio una cajita de 6 lápices de colores y un block de hojas blancas para dibujo. “Tomá”, eso solo me dijo y arrancó el auto. “A las siete y media te paso a buscar”. Toqué el timbre, subí la escalera, se abrió un mundo. “Trajiste los lápices” me dijo la maestra “¡buenísimo! Hoy vamos a dibujar un bosque”.
Yo entonces tenía 7 años.

Gracias Pá.

Ropa vieja



De a poquito me voy desprendiendo de mi ropa vieja. Un pantalón, tres remeritas, algunos puloveres, unas cuantas camisetas. En el placard dejé una bolsa bastante grande después de haber hecho limpieza de verano a invierno. Cuando llega la hora de elegir qué ponerme voy largando y pongo en la bolsa, “esto no”, y se va yendo de la pesada memoria “el día que nos fuimos de paseo al río”, “La tarde que dormimos la siesta el sol”, “la noche que salimos a caminar porque se había cortado la luz”. Es como un ejercicio: agarro la ropa, automáticamente se viene el recuerdo y como vino se va fluidamente con la prenda dejada en la bolsa, ese gesto es aliviador y el alivio es sonoro “ooouffff- aaaah”. Listo. El espacio del placard más despejado, la memoria más clara, el cuerpo aliviado.

¡Cuantos recuerdos guarda la ropa vieja! mañana llevo la bolsa a la iglesia.

Llegar a pie

Bajé de la bicicleta. Caminé por la avenida, tomé  por una calle y al rato reparé que no reconocía el paisaje. Me adentré en la noche y me perdí, suelo perderme todavía. Volví sobre mis pasos, siempre lo hago, necesito retomar por los caminos conocidos, entonces continué por la avenida M. García. La noche persistía pero ví mas claro. Ví que era joven todavía y que podía caminar con mis dos piernas sin temor (sin necesitar de la tercera pierna como dice Clarice).
En la mesa éramos varios, bebimos y reímos y gritamos. En la conversación creo que te nombré tres veces. Ellos me hablaron de sus viajes (yo era la única que no había viajado a Europa en toda la mesa), me hablaban de sus aventuras y de sus mujeres en esas aventuras. Quise ser una de ellas por un momento pero soy esta, la que ríe, escucha y aprende a ver.
Mi amigo S me habló de París y me dijo que era como viajar a otro planeta, lo citó a Julio (Cortázar) y dijo algo que tenía que ver con “anhelar volver”. Yo anhelo volver pero nunca he ido, será porque leí Rayuela.

S y yo decidimos partir antes, parte de nuestro regreso era hacia la misma dirección, me acercó en su bicicleta (y el viaje también fue en el tiempo - yo tuve un novio que me llevaba en su bici así, - le dije). Nos separamos en una esquina luminosa de la avenida, bajé de la bici y seguí a pie. Al sur de la ciudad no hay motivos para temerle a la noche.