Nunca
supe su nombre, creo que lo llamaban por el apellido, al menos mis padres.
Lo que
sí recuerdo es que cuando el venía a “visitarnos” todos preparábamos la casa y
nos vestíamos como “de domingo”, a mis hermanas y a mí nos tocaban vestiditos,
zapatos y moños.
Era el
señor de los libros. Vendedor. Pero para mí era un mago. Amable, muy alto, el
pelo blanco en canas y las cejas negras, muy negras. Con voz suave y tono
tranquilizador. Siempre contento.
Recuerdo
particularmente un día, pero no lo recuerdo bien… creo que era sábado. Mi padre
había terminado de hacer la biblioteca y ya estaba instalada, lustrosa y con
espacio para albergar libros nuevos. Todo un acontecimiento. La biblioteca, mi
padre, mi madre, mis hermanas, yo y el señor de los libros armábamos una ronda
en el living. Todos sonreíamos y yo estaba nerviosa. Los pies no me llegaban al
piso desde la silla en la cual estaba sentada y mis piernas danzaban.
“¿Quiere
un vasito de agua?, tráele Laura una vaso de agua al señor de los libros
mientras se termina el café” decía mi madre y mi hermana Lau amorosamente iba y
volvía con el vaso.
Un bolso
ocupaba el centro y ahí estaban los libros. Ese día fue el día en que mis
padres nos regalaron un diccionario: El GRAN Larousse ilustrado, ¡faaaaa!
Estábamos taaan contentas, pasábamos las páginas, mirábamos las fotos. El señor
de los libros y mi papá hacían números.
Sus
visitas eran especiales aunque breves y siempre volvía al próximo mes.