Turista

Papagayos es un pueblo prolijo, pero no por prolijo es hermoso. Tiene un perro grande entre sus habitantes, de pelo corto y negro, un lugareño nos contó que se llamaba “Turista” porque acompañaba a todos los turistas en sus caminatas, “pero a la gente del pueblo no las acompaña, sólo a los turistas”, aclaró. A nosotros nos acompañó cual guía desde el camping hasta la plaza donde tomábamos el Paraholma y también nos esperó. En el camino se sumaron otros perros pero Turista tenía una amigable pero fuerte personalidad que hacía que los otros desistieran de seguir acompañando.
Papagayos es de esos pueblos a los cuales llegás, recorrés dos cuadras y te decís “acá sí tendría una casita”.
El sol caía calmo al final de la calle donde daba la sensación que se terminaba justo ahí el pueblo y también podía terminarse el mundo porque Papagayos no necesitaba nada más, tenía: un mercadito, una casa con una gran pelopincho a la calle sin reja, ni cerco, ni nada, una especie de pulpería con mesas en la vereda y uno de esos carteles con unas figuras de gauchos para poner la cabeza y las manos y retratarse, una estación de bomberos que era una modesta construcción de ladrillo a la vista pintado y como ya dije una plaza. Seguramente había una escuela, no la vimos, pero la pauta certera era que en Papagayos se respiraba lo indispensable. Además vimos unas niñas ensayar algún baile tradicional, estaban todas con faldas largas y muy verdes, seguían concentradas las indicaciones de una joven mujer.
Llegó el panaholma y lo tuvimos que correr porque estábamos sentados en la otra punta de la plaza distraídos sacando fotos y porque, como buenos turistas, no sabíamos que ahí el conductor se detenía un buen rato.
El otro Turista se fue sin que nos diéramos cuenta porque como buen lugareño imagino que odiaba las despedidas.
(Nota nº 1, Papagayos, San Luis, Argentina, 2016)


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