Cuando
llegué a la playa con Lau ya tenía ganas de irme a casa (a la seguridad de la
casa en Buenos Aires). Tenía mucho calor, ¡bah! todos teníamos mucho calor, el
clima del mar estaba siendo sofocante por esos días, “enero siempre es bueno”
dicen.
Igualmente
llegué simulando calma, tendí mi lona y me fui automáticamente al agua. No soy
de adentrarme mucho en el mar, más bien soy como las señoras y los niños que se
quedan un poco más allá de la primera rompiente. Aprovecho entonces para que el
agua, la espuma y los objetos extraños que trae el oleaje me masajeen las
piernas.
En la
orilla me reuní de nuevo con mi hermana, ella sonreía, yo también. Necesité
decirle que me hacía pis como quien dice me pica o me duele o tengo sueño. Ella
me dijo: “ah, pero yo hago pis en el agua”. Yo no dije ni si ni no, dejé mi
cara con una mueca creo que de desconcierto, a lo que ella me dijo: “¿y dónde
vas a hacer si acá no hay nada?. Le expliqué que el frío del agua me congelaba
las ganas, que no me metía tanto al mar como para que me tape, que me daba cosa
y bla bla. Fue entonces cuando ella me explicó su técnica con demostración y
todo.
“¿Pudiste?”
me dijo al rato de que unas cuantas olas nos revolcaron por la arena desatando
nuestras mallas, “no” dije, “¡ah no, vení! no te vas a quedar incómoda toda la
tarde”. Aproveché el envión y el empujón de Lau y seguí su consejo, hice fuerza
al fin. “¿Pudiste?. Yo reía, las dos reíamos y reímos por un rato como niñas
traviesas y nos quedamos mas tiempo entre las olas jugando.
- Estoy llena de arena, le dije.
- ¡Vamos!
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